martes, 31 de mayo de 2011

Explotación laboral, un valor en auge




POR JIMMI MARÍA PERALTA
FUENTE LA NACIÓN

Debo confesarme ya en las primera líneas como un desconfiado respecto a los preceptos morales que vinculan al displacer como el camino de la realización personal. Ese eco en la conciencia de expiación que resuena todavía fuerte en una sociedad judío-cristiana como la nuestra. Aclarando mi posición al respecto, levanto mis serias sospechas sobre la cuestión de que el ayuno me garantice una butaca más cercana al VIP en mi postmortem; sospecho de que llegar casto al matrimonio podría no ser mi verdadero camino; creo que siglos de autoflagelación no le dieron el cielo a alguien; y, trato de entender en este pensamiento, de dónde sale tanta culpa.
En este mismo río corren un sin fin de hábitos que, como los anteriores, se vuelven valores sociales a fuerza de repetición y discurso.
Hoy me corresponde levantar un discurso ante algo que me es tan palpable a mis ojos que lo puedo morderlo con el olfato (…). Sería inocente afirmar que esta reproducción de hábitos y valores morales que abordaré, se da por primera vez en nuestro tiempo; pues, probablemente, lleve algunos siglos de práctica en esta parte de occidente, sin embargo, lanzo desde aquí un discurso de resistencia casi solitaria respecto al pensar que sostiene que la explotación laboral es un valor.
Cuando un amigo te dice: “estoy trabajando 12, 14 o 16 horas diarias, estoy muy cansado”, y espera un gesto de admiración de tu parte, hay algo que no está funcionando. Discutir sobre el valor moral del trabajo lo haremos en otras páginas, pero, ser víctimas del discurso alienante que cree que a más horas trabajadas eres mejor persona, es una cuestión por demás peligrosa, y urgente su abordaje.
En mi caso particular, vengo de una familia en la que mis padres tuvieron que trabajar desde niños para sobrevivir. Suerte que por suerte no fue la mía. Considero urgente acallar ese discurso que elevamos ante nuestros hijos después de una jornada de 10 o 14 horas de trabajo, en las que levantamos loas respecto a nuestro “aguante”, nuestro valor humano y social como trabajador, y menoscabamos la importancia de las actividades lúdicas, el reposo, el sueño, o el ocio, sí el ocio, o ¿en qué momento cree la gente que uno piensa o se enamora?
Ser explotado laboralmente no es un logro, es una pena, es un humillación, es una violación de los derechos humanos; y no debe ser celebrado como un ejemplo a seguir. Tengo amigos que solo pueden apaciguar su conciencia de culpa adquirida con grandes discursos respecto al valor de la resistencia al trabajo excesivo -asumo que con orígenes sociales y paternos- con dos turnos de 8 horas 6 días a la semana, y esto no es nada que celebrar ante nuestros hijos, pero tampoco es algo que callar. Resistir las malas condiciones de trabajo como “un macho”, tampoco es valorable.
Existe uno de esos libros Best Seller que están de moda, en los que se sugiere que un niño debe planificar sus propios “negocios” desde pequeño, juntando latitas o vendiendo diarios, porque eso son los valores que inculcan los padres ricos, a diferencia de los padres pobres. Es una apología al trabajo infantil en pos del progreso.
Es comprensible que la sociedad de consumo “obligue” a muchos a sacrificar sus vidas para obtener el estándar social deseado. Pero el punto fundamental de este tema está en que, como decimos en la fila de supermercado, “la plata no alcanza”. La mala paga de los trabajos formales y ni qué decir de los informales, es el fundamental responsable de esto, y esto es una cuestión sistemática, al punto que socialmente es más importante el trabajo que el trabajador, más ponderado el explotado o autoexplotado, que el resto que somos unos “haraganes”. Sólo me pregunto: si fue el hombre quien le dio más importancia la “labor de la mujer como madre” y le quitó el derecho de ciudadanía por siglos, en nombre del “valor de la maternidad femenina” como forma de sometimiento a través de la manipulación moral; ¿quién podría estar detrás del discurso que propone que inculquemos a nuestros hijos como valor la resistencia a jornadas de trabajo de 12 o más horas?

miércoles, 25 de mayo de 2011

200 años, seguro; Independencia, tal vez


POR JIMMI MARÍA PERALTA

FUENTE: DIARIO LA NACIÓN
En la semana de la celebración del Bicentenario de la Independencia quisiera abordar dos conceptos en ese contexto, y que están relacionados a lo comentado en el párrafo anterior. Por un lado, es necesario comprender al silencio como una posición política tomada, afirmante y consecuente a favor de un proceso, y no confundirlo como una forma de ausencia de la escena de las decisiones, esta imparcialidad no es posible dentro de un sistema donde el ciudadano es obligatoriamente el soberano; y por el otro lado, quisiera estimular una visión analítica respecto a la festividad de los 200 años de independencia, cita en la que todos subrayamos la cuestión de “200”, quizás por que sea más fácil, quizás por que es lo único realmente cierto.

Evidentemente, el argumento que sostiene que: “aquel que no se oponía al régimen estronista ‘era feliz’”, no puede ser válido para justificar ninguna de las medidas antidemocráticas de la época, ni los atropellos a los derechos humanos que se padecieron en ese tiempo.

“Negociar” el silencio a cambio de la sobrevivencia no es una cuestión casual o de olvidar. En realidad, el silencio nunca puede ser imparcial en política y tiene el mismo peso que una afirmación, por lo tanto, ese silencio que cultivó un “importante” sector de la ciudadanía durante el proceso de la dictadura, fue un silencio que ratificó la permanencia del sistema. Lo dado como silencio es dado como afirmación, antes y ahora.

Dejando más claras las cosas, este “negociar” en realidad no es tal. Es producto de una imposición a través de la fuerza represora, que por entonces era ejercida por los mismos aparatos del estado. Y todavía más, podemos inferir que: aquel que calló durante el proceso, y por tanto lo consolidó, estuvo de acuerdo con el sistema o, calló para seguir con vida, “libre”, o con su familia o con trabajo.

Ahora, muchos se preguntarán ¿qué tiene que ver este tema del silencio como afirmación de un sistema con el Bicentenario de la Independencia? Estos renglones previos fueron solo una larga introducción que nos sirve para la analogía, para la comparación.

Como un país del “tercer mundo” la voz paraguaya en el concierto de naciones no tiene ningún peso real. En el mundo existe una relación hegemónica de las súper potencias sobre el resto. Esa hegemonía nunca es democrática, al contrario, es una imposición a través de la fuerza, del dinero, de la tranza, de la muerte, de las amenazas.

Ante sistemáticas invasiones a países con enormes potenciales petrolíferos por parte del poder hegemónico mundial, o negativas de firmar pactos internacionales a favor de los derechos humanos, o respecto a reglas que regulan la emisión de gases contaminantes, Paraguay ha “negociado” su silencio de conformidad, lo hizo por dinero, por corrupción, por amenazas. Y claro, ante el pedido de pruebas del primero que se levante contra esta página digo: Pastor Coronel o “Kururu Pire” no debían visitar cada casa para presentar sus amenazas y conseguir el silencio, obvio.

Hasta 1869, hasta la conformación del gobierno provisional en plena Guerra contra la Triple Alianza, se pudo celebrar esta independencia. Y todavía peor que celebrar los 150 años de no sé qué, es que hay silencios que están de acuerdo genuinamente con ese poder que se nos impone como país. Personas que están de acuerdo con que otros países, cualquiera menos Venezuela, Cuba o Rusia claro está, nos marquen el rumbo de “país independiente”.

Paraguay no cuenta con tropas invasoras en su territorio, pero tiene “negociado” su silencio y su independencia a cambio de migajas. Esto dicho aquí todos lo sabemos, y aunque quizás no lo podamos cambiar nunca, no lo debemos olvidar en estas fechas llenas de color y ruido, y vacías de crítica.