miércoles, 2 de septiembre de 2015

El mago que los ató

cuatro cuerpos cerrados, a pesar de la noche y de los pocos vasos que rodean la mesa desde sus propios límites. Tenía un disfrás, la gente normal no se viste así, de seguro era un disfrás, de algo. Tenía los párpados maltrechos, las ojeras con mucho uso, creo que por la falta de sueño, por la falta de amigos. Si supiese más de él podría decir que era un niño calvo de cuarenta años que vivía de jugar. Pero no sé nada, y eso ya podría ser un alago,
Con su negro brutal él se acercó a esa mesa. No traía líquido de vida alguno que repartir, ni esa estúpida servilleta de los mozos glamour colgando del brazo, ofreció magia. Los cuatro se cruzaron los ojos, era tres hombres, poco lejanos de poder ser llamados señores. Y una mujer. Mujer, en guerras, niña, cuando llega la paz, mujer, cuando busca, mujer cuando espera.
La noche sorprendía, un mago en la mesa de un bar de Asunción, 4 cuerpos sin lugar, sentados a la mesa que se pegaba una pared, con el cielo abierto. 
Las cartas aparecieron al mismo tiempo en que los racionales buscaron descifrar los trucos, pero no podían. Cómo poder, si sus sentidos ya estaban muertos, o aún no habían nacido. Por suerte la imprudencia volvió cuando el billete se hacía nada hacia la izquierda, y luego se mostraba en la mano derecha. Era Magia. Aunque ellos lo sabían, sabían que todo eso era imposible, se cruzaron la fascinación de la magia y del engaño, que maldita reducción de los racionales.
El hombre calvo tenía tanto oficio de mago como de ocultamiento, nunca se sabrá quien es. 
Nadie en esa mesa sospechó que ese hombre calvo trabajaba sccretamente para sembrar magia en las cabezas de los habitantes del mundo hiperrealistas, mundo negro, nadie sabía que él había atado cuerpos esa noche, dos cuerpos que recién se unirían gracias a su magia 1.000 días después. 

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